Me encantan los caracoles, y cada vez se encuentran en menos sitios, al menos en Madrid. Así que, cuando se propuso la comida temática madrileña, no lo dudé: iban a ser caracoles a la madrileña.
Hay una falsa creencia de que los caracoles necesitan un intenso lavado. En realidad, lo único que necesitan es un periodo de purgado de las sustancias tóxicas que pudieran haber ingerido. El lavado clásico, consistente en estresar a los pobres bichos con vinagre y otros instrumentos de tortura para que generen más y más baba hasta quedar secos no hace sino martirizar y desecar a unos míseros moluscos.
Luego está el asunto de engañarlos para que queden con el cuerpo fuera de su concha y no arrebujado en lo más profundo de su espiral.
Y ahora ni siquiera son necesarios ni el purgado ni el lavado ni el engaño ni la cocción, porque ya se venden precocidos, aunque, si eres purista, puedes seguir empezando por la recolección en el campo.
Dicen que se empezaron a consumir en Madrid cuando hubo una superpoblación de ellos en las vides de la capital, y que se preparaban picantes para incentivar el consumo de vino. Si fue así, bendita plaga y bendita picardía.
Por un lado se prepara un sofrito con el aceite, la cebolla en juliana y los ajos en rodajas finas y se mueve de vez en cuando.
Por otro se ponen a cocer los caracoles, tras enjuagarlos bien, con el tomillo y el laurel.
Se trocea el jamón y el chorizo y se ralla el tomate.
Cuando está dorada la cebolla, se añade al sofrito el jamón, el chorizo, la guindilla y, por último, el pimentón. Se remueve.
Antes de que se queme el pimentón, se echa el tomate rallado y se deja haciendo.
Se cuelan los caracoles tras haber cocido al menos unos 15 minutos y se reserva una taza del agua.
Cuando está el tomate hecho, se echa el caldo de cocido y la taza del agua de cocción de los caracoles, se echa el comino, se sala y se echan los caracoles.
Se tienen entre 10 y 15 minutos reduciendo y se sirven calientes. Se pueden dejar de un día para otro calentándolos de nuevo.